miércoles, abril 23, 2008

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Esa mujer es invisible. Madre de toda una raza, atravesó los tiempos lluviosos y ateridos, con el barro hasta los tobillos; con el fuego seco del sol del verano quemándole los huesos desterrados. Dio a luz nuestras miradas furtivas, que no existían antes de ella; marcó el camino con el arrastrar de sus pasos, doloridos por las venas hinchadas. Todos la hemos seguido sin verla hasta llegar a olvidarla. Nuestra estéril vida se ha hecho de sedas blancas de desmemoria con las que recubrimos nuestros ojos hasta la ceguera. Esa mujer es invisible. Con perseverancia sabia registra nuestras inmundicias por si nuestros despojos pudieran ayudarla a reconstruirnos cuando ya no estemos. Sabe escoger lo más apropiado de cada uno de nosotros porque su amor es infinito: trozos de piel y carne; objetos que quedaron marcados por nuestro uso; envases en los que la saliva de la boca quedó sellada. Esa mujer es invisible porque no nos pide que la miremos: ya lo conoce todo de nuestra arrogancia; nos ha parido y, como madre, nos ha recorrido fiel con sus caricias, que ahora nos repugnan, cuando éramos apenas nada más que carne. Y nuestro desapego e injuria, que nos llevan a no verla, a no buscar su seno arrugado ni sus manos manchadas de edad y enfermas, son la clave de nuestra Historia. Esa mujer es invisible porque sabe que estará allí cuando nosotros seamos nuestra esencia más exacta: nada.

© TEXTO:
Pedro Ojeda.